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Los chicos que vivieron las mil y una noches negras de Bagdad quieren reconstruir al devastado Irak
Era la tercera noche de la guerra y Bagdad se había convertido en un infierno de fuego y concreto volando por el aire, hierros retorcidos y enormes columnas de humo. Los grandes edificios del régimen de Saddam Hussein en la margen occidental del río Tigris fueron alcanzados por las bombas estadounidenses. En una sucesión de pocos segundos fueron implosionando y desapareciendo edificios que hasta ese momento aparecían como indestructibles.
Las bolas de fuego se alzaban hacia el cielo cambiando de un rojo intenso a un naranja y luego un amarillo. Las explosiones se sucedían una tras otra en cuestión de segundos. El suelo temblaba como en un sismo de gran intensidad. Los vidrios de la ventana parecían doblarse en dos o tres. La onda expansiva me tiró contra la pared del balcón desde donde observaba lo que sucedía, a unos 1.000 o 1.500 metros de distancia. Con el tercer estallido me tiré dentro de la habitación con el estómago pegado a la espalda.
Booooooooommmmmmmmm…..
Silencio sordo de unos segundos.
Booooooommmmmmmmmm….
Otro momento de silencio y angustia.
Booooooommmmmmmmmm…
Temblor. Aturdimiento. Falta de reacción.
La sede del partido oficialista Baaz, el ministerio de Petróleo con forma de pirámide y la sede del gobierno nacional fueron alcanzados por misiles. Implosionaron. Como si fuera una demolición controlada, la explosión los hizo caer sobre sí mismos. Unos días más tarde, cuando pude llegar hasta el lugar, sólo había enormes agujeros llenos de escombros.
Ocurrió en la madrugada del 22 al 23 de marzo de 2003, hace 20 años. Las endebles defensas del régimen saddamista caían como papelitos. El gobierno se desmoronaba y el ejército estadounidense avanzaba desde el sur hasta Bagdad casi sin resistencia. En dos semanas estarían tomando el control de la capital de Irak y Saddam huiría para esconderse en otro agujero, como el que habían desaparecido los edificios, pero mucho más pequeño e indigno.
Antes de dejar el ya país invadido, fui a ver a una familia de iraquíes que habían vivido en España. Badía se divorció de su marido años antes y se fue a vivir a Madrid. Cuando se desató la guerra, regresó para estar con sus hijos que el padre no dejaba que salieran de Irak. Charlé un rato largo con Alí, de 15 años, en el balcón de su casa desde donde veíamos el tránsito desordenado que volvía de a poco a la avenida Haifa. Me contó cómo veía el futuro. “Mis amigos de la escuela, del edificio, todos los que conozco piensan lo mismo”, me dijo. “No nos gustan ni los del partido Baaz ni los shiítas fundamentalistas ni los que vienen del exilio. Y ellos no nos conocen a nosotros. No entienden que queremos lo mismo que cualquier otro chico de Estados Unidos o Siria. Queremos ser libres, modernos, independientes. Y yo y mis amigos vamos a hacer todo para tener esa libertad”.
Veinte años más tarde, no muy lejos de donde cayeron las bombas sobre los edificios gubernamentales, ahora los viernes se juntan multitudes de adolescentes para escuchar festivales de rap y hip-hop como el que dio el último fin de semana Khalifa OG, un rapero de 23 años que armó una banda con unos compañeros de la escuela Hay al Jihad de Bagdad. Su última canción, Tabsy, fue bajada un millón de veces en ocho días. Allí están los chicos que sobrevivieron a la guerra civil y la anarquía creada por la invasión estadounidense, que nunca vivieron bajo la dictadura de Saddam y que están hartos del sectarismo religioso, los jefes tribales y la corrupción extrema de la sociedad en la que viven. Khalifa OG dice que nacieron durante las mil y una noches negras comparándolo con los cuentos que Scheherezade le contaba al rey Shahriar para no morir.
De los relatos fantásticos de la alfombra mágica y Simbad el Marino apenas quedan unas pocas esculturas en algunas rotondas de Bagdad que sobrevivieron a los bombardeos y a la guerra civil, las magníficas obras del escultor Mohammed Ghani Hikmat, que murió cuando lo llevaban a un hospital durante uno de estos enfrentamientos entre sunitas y shiítas.
La capital iraquí disfruta en estos días de un raro paréntesis de paz en una dolorosa historia moderna de violencia. El centro histórico recobró vida después de las protestas que se registraron allí durante casi un año por la falta de trabajo y la corrupción. Se reabrió la antiquísima feria de libros y la gente merodea entre los puestos sin el temor que tenían hasta hace unos meses de que en cualquier momento apareciera un kamikaze y sembrara la muerte. En los suburbios que hasta hace poco fueron semillero de milicianos de Al Qaeda y el ISIS, ahora está repleto de muchachos que quieren mostrar sus autos último modelo. Las chicas caminan tranquilas y la gran mayoría no se cubre el cabello o el rostro y visten como cualquier otra chica de su edad de una capital europea. Se reconstruyeron barrios enteros y se ven obras de reparación por todos lados. No es que hay un boom económico extraordinario, pero sí prospera una nueva clase media que se quiere desprender definitivamente del pasado.
La guerra derrocó a un dictador cuyo encarcelamiento, tortura y ejecución de disidentes mantuvo atemorizadas a 20 millones de personas durante un cuarto de siglo. Pero la invasión estadounidense también rompió lo que había sido un Estado unificado en el corazón del mundo árabe, abriendo un vacío de poder y dejando a Irak, rica en petróleo, como una nación herida en Oriente Medio, lista para una lucha de poder entre Irán, los Estados árabes del Golfo, Estados Unidos, grupos terroristas y las propias sectas y partidos rivales de Irak.
El trauma de la guerra no es que desapareció. Es imposible. Murieron, al menos 300.000 iraquíes entre 2003 y 2023, según el Instituto Watson de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad de Brown. También unos 4.000 soldados estadounidenses y otro tanto de agentes especiales y contratistas. Fueron 20 años de destrucción y muerte, desempleo, violencia sectaria y terrorismo. Los chicos que van a ver a su rapero favorito recuerdan muy bien los años de adolescentes sin electricidad. Aunque la mitad de los 40 millones de iraquíes no tienen edad suficiente para recordar ni a la época de Saddam ni la guerra de los 20 días. Disfrutan de la “primavera” que viven, con libertades que sus padres jamás soñaron.
Cuando pude entrar al palacio de Saddam, en la llamada Zona Verde de Bagdad, dos días después de la caída del régimen en 2003, los soldados estadounidenses dormían en los sillones y algunos se bañaban en la pileta del dictador. Hoy, el palacio está totalmente reconstruido con el esplendor de hace décadas, aunque perdió las esculturas de mármol con la cabeza de Saddam con un turbante al estilo de Saladín que adornaban las entradas. Allí, en un salón marmolado blanco y negro, con sofás de tela de damasco y rodeado de cuadros de artistas iraquíes contemporáneos, el presidente Abdul Latif Rashid, que asumió el cargo en octubre, recibió a dos colegas de la Associated Press que también vivieron la guerra en Bagdad y que regresaron para ver los cambios dos décadas más tarde. Rashid habló con entusiasmo de las perspectivas del país. Dijo que la percepción global de Irak como un país devastado por la guerra es algo del pasado. “Irak es rico; la paz ha vuelto”, aseguró, “y hay oportunidades por delante para los jóvenes en un país que experimenta un auge demográfico”. Y agregó: “Si tienen un poco de paciencia, creo que la vida mejorará drásticamente en Irak”.
También entrevistaron a Noor Alhuda Saad, de 26 años, candidata al doctorado en la Universidad de Mustansiriya, y un buen ejemplo del cambio que se está registrando en Irak. Ella dice haberse formado como una activista política y defensora de los derechos humanos durante las protestas que denunciaron la corrupción, exigieron servicios básicos de agua y electricidad y lucharon por unas elecciones más inclusivas y limpias. “Después de 2003, la gente que llegó al poder -los partidos sunitas y shiítas de la vieja guardia y sus milicias y bandas afines- no entendían lo que era el concepto de la democracia, eran y son profundamente autoritarios”, afirma mientras golpea con sus uñas verde pálido el tablero de la mesa. “Los jóvenes como yo hemos nacido en este entorno e intentamos cambiar la situación”, añade, culpando al gobierno de no haber restaurado los servicios públicos ni establecido un Estado plenamente democrático tras la ocupación. “La gente que está en el poder no considera que sean cuestiones importantes que deban resolver. Y por eso estamos activos”.
En otra mesa del café del barrio elegante y bohemio de Karrada, que hace 20 años ya tenía una vida cultural subterránea que era “tolerada” por el régimen y que en los años posteriores se convirtió en una de las zonas con más atentados, ahora lee Safaa Rashid. También tiene 26 años y dice que quiere ser escritor. El café tiene una biblioteca bien surtida, fotos de escritores iraquíes y carteles de turismo, nada diferente a uno similar de Brooklyn, el DF o Montevideo. Safaa era un niño que recién iba a comenzar la escuela primaria cuando llegaron los estadounidenses. “Teníamos un orden, era malo, pero era un orden y una ley. Con la invasión se rompió el orden y el estado iraquí quedó vulnerable ante los que comenzaron a luchar por sus posiciones nacionales e internacionales. Vivimos otra dictadura”. Hoy cree que la situación cambió radicalmente. Él y sus amigos se pueden sentar en un café a la vista de todos y discutir libremente sobre lo que es mejor para el país. “Si nos dejan, creo que nuestra generación puede comenzar a crear un nuevo Irak y otro Medio Oriente”, asegura Safaa.
Ojalá lo logre. Vi como destruían su país en esos días de la invasión y en dos visitas posteriores. Los estadounidenses nunca supieron para qué estaban ahí. Los iraníes creyeron que tenían allí su patio trasero. Aún lo creen en algunas regiones del sur. Pero en las zonas sunitas, mayoritarias, del centro y en la región de los kurdos en el norte, las cosas son diferentes. Pareciera que ya no hay espacio para la insurgencia islamista, tampoco para los “señores de la guerra” o los jefes tribales que lo único que buscan es el beneficio propio. Tal vez, con algunos años de democracia, la corrupción disminuya y sea tolerable. El sueño de Alí está un poco más cerca. Noor y Safaa, que lo siguen generacionalmente, están convencidos de que lo van a lograr. La guerra pareciera ser un recuerdo perdido en la bruma de las mil y una noches.
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